Kir Bulychev
El vestido blanco de Cenicienta
El húsar Pavlysh, con su chascas de cartón de corto penacho de hilo de cobre, su blanco capotillo y sus refulgentes charreteras teatrales, que los húsares no llevaban, ofrecía un aspecto de lo más necio y, aunque lo comprendía perfectamente, no podía hacer nada para evitarlo. Cada casa tiene sus usos…
Se dirigió a la sala por el desierto hall central. Los músicos, asesorados por un ruidoso y atolondrado gordinflón con negros ojuelos de ratoncillo, movían el piano en el tablado. A la puerta de la sala se hacinaban los que no habían podido entrar. Pavlysh miró por encima de sus cabezas.
En el escenario, sin saber que hacer de sus manos, un famoso profesor de la Sorbona se hallaba bajo un blanco panel ornado con ramas sintéticas de abeto, con la inscripción: «Lunaport, 50 años». El hombre se había hecho un taco en su discurso de saludo, y las numerosas criaturas de la fantasía carnavalesca que llenaban la sala mantenían a duras penas un relativo silencio. Su sentido del deber, hondamente arraigado, obligaba al profesor a informar pormenorizadamente al publico de las realizaciones de la selenología y las ciencias colindantes y del sustancial aporte de las bases lunares a la exploración del espacio cósmico.
Pavlysh deslizó la mirada por la sala. Lo que más abundaba eran los mosqueteros. Sumaban unos cien. Se miraban unos a otros con disgusto, como mujeres que se hubieran cruzado en la calle vestidas idénticamente, pues, hasta el último instante, cada uno suponía que tan brillante idea no se le había ocurrido a nadie más. Entre los mosqueteros oscilaban los altos capirotes de los alquimistas, que tapaban parte del escenario, los escasos turbantes de los sultanes turcos y los cuadrados atavíos de los marcianos. Claro que no se podía asegurar que fueran máscaras disfrazadas de marcianos y no científicos de los laboratorios lunares de Corona P-9.
Pavlysh se abrió paso a través de la densa muchedumbre de arlequines y gnomos que no cabían en la sala. Del blanco techo del túnel pendían sartas de farolillos y guirnaldas de flores de papel. En el tablado, la orquesta afinaba ya sus instrumentos. Los desacordes sonidos rodaban por el vacío pasillo. Las guirnaldas de flores de papel temblequeaban al compás de la batería. Pasaron dos gitanas, envueltas en sus mantones.
— No tuviste en cuenta el factor aniquilación — dijo, severa, la del mantón negro con flores rojas.
— ¿Cómo te atreves a reprocharme eso? — replicó, indignada, la del mantón rojo con pepinillos verdes.
El gordinflón que había dirigido a los que movían el piano dio alcance a Pavlysh y le dijo:
— Galagan, tú respondes de todo.
— ¿De qué? — preguntó Pavlysh.
— ¡Spiro! — gritó desde el tablado el saxofón —. ¿Por qué no han conectado el micrófono? Gueli no puede cantar sin el.
Pavlysh sintió deseos de fumar. Llegó por la escalera a la primera planta y descendió un tramo más. En el rellano había un pequeño diván, y sobre el, en un nicho, el aparato de ventilación que absorbía el humo del tabaco. En el diván estaba sentada Cenicienta, con sus zapatitos de cristal y lloraba amargamente. Le habían dado un disgusto tremendo; no habían querido llevarla al baile.
Que una persona llore no significa que haya que consolarla de buenas a primeras. Eso de llorar es asunto muy personal.
— Buenas — dijo Pavlysh —. Vengo de palacio. El príncipe la busca por todas partes.
En el rellano reinaba la penumbra: la lámpara, que parecía una antigua farola, no ardía. La joven quedo inmóvil y se calló, como si esperara que Pavlysh se marchase.
— Si la han ultrajado las malignas hermanas y la madrastra — Pavlysh se había embalado y no podía ya detenerse —, bastará con que pronuncie usted una palabra o haga una leve inclinación de su cabeza, para que las enviemos inmediatamente a la Tierra. En la Luna no tienen cabida ni las personas malas ni los calumniadores.
— No me ha ultrajado nadie — contestó la joven, sin volver la cabeza.
— En tal caso, regrese a palacio — dijo Pavlysh — y confiéselo todo al príncipe.
— ¿Qué debo confesarle? — preguntó inesperadamente la joven.
— Que es la prometida de un pobre, pero honrado pastor y no necesita ni un palacio de diamante ni alcobas revestidas de seda…
— ¿Está de mal humor? — preguntó la chica.
Claro que hubiera podido preguntar cualquier cosa e incluso exigir que el húsar la dejara en paz y se largase de allí. No obstante, la pregunta fue inesperada.
— Me siento alegre y estoy satisfecho de vivir — dijo Pavlysh.
— Si es así, ¿Por qué ha entablado conversación conmigo?
— Me dolió verla sola aquí, cuando en la sala pronuncian discursos y la orquesta afina ya sus instrumentos. ¿Se puede fumar aquí?
— Fume — respondió la chica en una voz tan impasible y serena como si no hubiese llorado.
Pavlysh se sentó en el diván y sacó el encendedor. Sintió el deseo de verle la cara a la joven. Tenía una voz extraña, sorda, pobre en entonaciones, pero, al mismo tiempo, en ella vibraba algo, como si pudiera ser otra y la chica la contuviera adrede para que sonase apagadamente. Pavlysh chasqueó el encendedor de modo que la llamita brotara entre él y la chica. Por un segundo se iluminó su perfil: la mejilla, el ojo y el lóbulo de la oreja, que asomaba de la peluca blanca.
La chica tendió la mano y encendió aquella lámpara que semejaba una farola del alumbrado publico.
— Si tiene tanto interés por verme — dijo —, ¿qué necesidad hay de esas argucias? Con mayor razón, cuando el encendedor apenas si da luz.
Se volvió hacia Pavlysh y lo miro sin sonreír, como una niña que estuviese posando ante un fotógrafo y esperara que de un momento a otro saliera del objetivo un pajarito. Su cata era ancha, pomulosa, de grandes ojos rasgados que hubieran debido ser negros, pero eran gris claro. Sus abultados labios, casi negroides, parecían prestos a sonreír, las comisuras curvadas hacia arriba. Se le había ladeado un poco la peluca blanca con una diadema, y de ella asomaba un mechón de cabellos negros.
— Ahora, muy buenas otra vez — dijo él —. Encantado de conocerla, yo me llamo Pavlysh.
— Y yo, Marina Kim.
— Si puedo serle de alguna utilidad…
— Fume — dijo Marina —. Se ha olvidado de sacar el cigarrillo.
— Tiene razón.
— ¿De qué nave es usted?
— ¿Por qué cree que no soy de aquí?
— Es usted de la Flota de Altura.
Pavlysh no dijo nada. Esperaba.
— Lleva en las suelas herraduras magnéticas.
— Todo planetonauta…
— En la Flota de Altura, son siempre niqueladas. No se puso, en vez de los pantalones del uniforme cotidiano, los de ante que usaban los húsares. Además, la sortija. Tributo a sus años de la escuela. Esas esmeraldas las talla el cocinero de Tierra-14. No me acuerdo de su nombre.
— Hans.
— Ve usted.
Por fin, Marina se sonrió. Solo con los labios.
— En fin de cuentas, eso no tiene nada de sorprendente — observó Pavlysh —. Aquí, uno de cada diez pertenece a la Flota de Altura.
— Sólo los que se quedaron para asistir al baile de máscaras.
— No son pocos.
— Usted no es de esos.
— ¿Por qué, Sherlock Holmes?
— Lo siento. Cuando se está de mal humor, se intuyen las desgracias de los demás.
— No sufro ninguna desgracia — dijo Pavlysh —. Es un pequeño contratiempo. Volaba a Corona, y en la Tierra me dijeron que mi nave partiría de la Luna después del baile, como todas. Pero se marchó antes. Ahora no se cómo llegar a mi destino.
— ¿Debía usted volar en la «Aristóteles»?
— ¿También sabe eso?
— Es la única nave que salió el día del baile — dijo Marina —. Yo me apresuré también para tomarla. E hice tarde, lo mismo que usted.
— ¿La esperaba allí… alguien?
Pavlysh no sospechaba antes que pudiera disgustarlo tanto el cuadro que le pintaba su imaginación: Marina corría hacia la escalera de la nave, junto a la que la esperaba, con los brazos abiertos, un corpulento capitán… o navegante.
— Habría podido quedarse — dijo Marina —. Nadie lo habría censurado. No quiso verme. Despegó a la hora exacta. Seguro que la tripulación se sintió descontenta. Como ve, soy yo la culpable de que usted no haya partido aún para Corona.
— Creo que exagera usted — objeto Pavlysh, esforzándose por vencer sentimientos atávicos, indignos de un hombre civilizado.
— ¿No le parezco una mujer fatal?
— En absoluto.
— No obstante, soy una delincuente.
Pavlysh apagó el cigarrillo e hizo la más tonta de las preguntas:
— ¿Lo quiere?
— Confío en que él me quiere también — respondió Marina —, aunque ahora empiezo a dudarlo.
— Eso suele ocurrir — dijo Pavlysh con voz hueca.
— ¿Por que se ha disgustado? — preguntó Marina —. Hace diez minutos que me vio usted por primera vez en su vida, y esta ya dispuesto a obsequiarme con una escena de celos. Es necio, ¿verdad?
— No puede serlo más.
— Es usted divertido. Ahora me quito la peluca, y se desvanecerá el encanto.
— Precisamente quería pedirle eso.
Pero a Cenicienta no le dio tiempo a quitarse la peluca.
— ¿Qué haces aquí? — clamó con mucha prosopopeya un patricio romano que llevaba una blanca máscara de teatro —. Fue un milagro que se me ocurriera bajar por la escalera.
— Le presento a mi viejo amigo Salias — dijo Pavlysh, levantándose —. Me ofreció cobijo aquí y me proporciono mi disfraz.
— No he sido yo, sino mis bondadosas enfermeras — objeto Salias, tendiendo la mano —. Soy esculapio.
— Marina — se presento la chica.
— Creo haberla visto en alguna parte.
Marina levanto lentamente la mano y se despojo de la blanca y rizosa peluca. El hirsuto y corto pelo negro transformo al instante su rostro, introduciendo en el armonía. Marina sacudió la cabeza.
— Sí, nos vimos, doctor Salias — dijo —. Y usted lo sabe todo.
— La peluca la favorece — observo Salias, que era de natural bondadoso y blando.
— ¿Quiere usted decir que, con ella, es más difícil reconocerme?
— ¿No sería una falta de tacto que yo me mezclase en asuntos ajenos?
— ¡Perfecto! — rió Marina —. Lo tranquilizaré. Mi aventura toca a su fin. Por cierto, hace ya un buen rato que converso con su amigo, pero casi no se nada de él. Aparte de que es muy divertido.
— ¿Divertido? Yo diría más bien que es un mal educado — dijo Salias, muy contento del cambio de tema.
— Un húsar bien educado jamás se haría pasar por un bello príncipe.
— Ni siquiera es húsar — comento Salias —. Es, simplemente, el doctor Slava Pavlysh, de la Flota de Altura, médico de a bordo, un genial biólogo fracasado, una persona trivial.
— Tenía yo razón — dijo Marina.
— No se lo discutí — asintió Pavlysh, admirando francamente a la chica.
Salias dejo escapar una tosecilla.
— Debe usted marcharse ya — dijo Marina.
— ¿Y usted?
— También. Están dando las doce.
— Se lo pregunto en serio — dijo Pavlysh —. Aunque comprendo…
— No comprende usted absolutamente nada — replicó Marina —. Procuraré acercarme al tablado de la orquesta, pero primero iré a la habitación para recoger mi careta.
Marina levantó un tanto los bajos del largo vestido blanco y corrió escaleras abajo. En su otra mano se agitaba la peluca blanca, recordando una fierecilla viva de largo pelo.
— ¡La esperaré! — le gritó en pos Pavlysh —. Daré con usted aunque cambie de apariencia, incluso junto a la cocina de una pobre choza.
Marina no respondió.
Salias tiro a Pavlysh de la manga.
— Oye — dijo Pavlysh, cuando subían ya la escalera —, ¿es verdad que la conoces?
— No; no la conozco. Lo mejor será que la olvides.
— ¡No faltaría más! ¿Esté casada?
— No.
— Hablas con mucha seguridad de una persona a quien no conoces.
— Soy un viejo y sabio cuervo.
— Pero ¿por qué debo olvidarla?
— Será lo mejor. Comprende que, a veces, te encuentras con una persona a quien te gustaría volver a ver, pero las circunstancias hacen que nunca más des con ella.
— Tú me subestimas.
— Es posible.
Salieron al pasillo. La muchedumbre llenaba la sala. La orquesta recibía a las máscaras tocando una melodía moderna, de desgarrado ritmo.
— ¡Vendrá al tablado! — gritó Pavlysh.
— Tal vez — dijo Salias.
El torrente humano se esparcía por el ancho túnel. Reflectores con cristales de distintos colores deslizaban sus rayos por el gentío, produciendo la impresión de una noche estival al aire libre. Era difícil creer que todo aquello sucedía en la Luna, a treinta metros de su muerta superficie.
Unos diez minutos después, Pavlysh logró escapar de las locuaces enfermeras y se dirigió hacia el tablado. Veía sobre su cabeza las redondeadas patas del piano y los zapatos del pianista, que apretaban ya uno ya otro pedal, como si el hombre condujera un antiguo automóvil.
A Marina Kim no se la veía. ¡Imposible que hubiera prometido acudir con el único fin de desentenderse de Pavlysh!
Un monje de negra sotana con el capucho caído sobre las cejas se acercó a Pavlysh y le preguntó:
— ¿No me has reconocido, Slava?
— ¡Bauer! — exclamó Pavlysh —. Claro que sí. Gleb Bauer. ¿Qué haces aquí, trasto viejo? ¿Hace mucho que te retiraste del mundo?
— No te burIes del prójimo, hijo mío — dijo Gleb —. Aunque no hay Dios, yo soy su representante en la Luna.
— ¿Baila usted, monje? — preguntó, con voz imperiosa, una mujer que llevaba un escamoso disfraz de ondina —. ¿No ha oído el anuncio de que esta vez sacan las damas?
— Acepto gustoso su invitación — respondió Bauer —. Procure no inducirme a pecado sin necesidad.
— Allá veremos — dijo la ondina.
— Slava — pidió Bauer, al alejarse con su pareja del tablado —, no te marches.
— Te esperaré — prometió Pavlysh.
Unos mosqueteros entraron empujando un barril de sidra e invitaron a sentarse a las mesas a todos los que desearan probarla. La cabeza de Bauer sobresalía de todas en la muchedumbre. Un alquimista con estrellas de papel de plata pegadas a su atuendo subió de un salto al tablado y se puso a cantar. Alguien encendió al lado una luz de bengala. Marina seguía sin aparecer.
Pavlysh resolvió esperar hasta el final. A veces era muy tozudo.
La joven había ido allí para encontrarse con el capitán de la «Aristóteles». Pero él no había querido siquiera verla y no permitió a su tripulación quedarse para asistir al baile de máscaras. Era un hombre cruel. O se sentía muy dolido. Debería preguntar a Bauer, que conocía a todos, el nombre del capitán. Salias sabía algo, pero se salía por la tangente. En fin, no importaba, lo obligaría a confesar cuando se quedaran solos en la habitación.
Pavlysh decidió volver a la escalera. Si Marina acudía, la recibiría allí. Pero, después de haber dado unos pasos, volvió la cabeza y vio que Bauer había regresado junto a las tablas y miraba alrededor, al parecer, buscándolo a él. Hacia Bauer se había abierto paso el retaco con ojuelos de ratoncillo y, alzado de puntillas, lo reprochaba con voz imperiosa y seria. Bauer descubrió por fin a Pavlysh y lo llamó con la mano. Pavlysh volvió a deslizar la mirada por las parejas. Cenicienta no estaba allí.
— ¿Es médico? — preguntó Spiro, el gordinflón, cuando Pavlysh se hubo acercado —. Yo lo tomé por Galagan. Incluso le encomendé una tarea. En fin, yo me voy. Póngalo al corriente usted mismo. Debo dar urgentemente con Sidorov.
— Vamos, Slava — dijo Bauer —, te lo contaré todo por el camino.
Sobre sus cabezas tronaba la orquesta, y las patas del piano temblequeaban. Alrededor bailaba la gente. No obstante, Pavlysh percibió cierta nota ajena en el alborozo general. Entre las máscaras habían aparecido varios hombres sin disfrazar, que se movían presurosos y diligentes. Buscaban en aquella aglomeración a las personas a quienes necesitaban, les deslizaban unas palabras al oído, las parejas se deshacían, y los bailarines con quienes aquellos hombres habían hablado abandonaban la sala.